El día 10 de Diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobaba la Declaración Universal de Derechos Humanos. Se trata de un pacto que nace en tiempos de postguerra, como respuesta a las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, y que como literalmente indica en su Preámbulo, aspira a un "mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias". Esta aspiración se concretó en un documento breve, estructurado en un preámbulo y treinta artículos, síntesis de un horizonte ético que respete siempre y en todo lugar la dignidad del ser humano.
En un contexto plural de culturas y religiones resulta difícil consensuar una definición de dignidad humana. Hace dos años, en un seminario sobre Ética, Religión y Política Internacional, un estudiante expresaba su escepticismo respecto a la validez universal de los derechos humanos, dada la imposibilidad de fundamentación teórica de una noción de dignidad universalmente aceptada. El profesor le contestó: "Tu argumentación tiene lógica, pero mira, ante una injusticia cometida en cualquier parte del mundo, siempre ha surgido alguna voz para defender a la víctima, incluso a riesgo de perder la propia vida". Y ciertamente, aunque la creencia de que la dignidad radica en que somos creados a imagen y semejanza de Dios no sea compartida por todas las personas, sí compartimos el deseo profundo de que nuestra vida y la de nuestra familia sea respetada y protegida. También queremos libertad para desarrollar nuestras capacidades; para disfrutar de la naturaleza; para participar en las decisiones políticas; libertad para viajar dentro y fuera del país. No queremos ser torturados, ni secuestrados, ni ser detenidos de manera arbitraria, ni amenazados o perseguidos por ideas o por religión. No queremos ser obligados a vivir separados de nuestras familias. Estas expresiones de dignidad y otras más son reconocidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en un intento de defender la libertad y autonomía de la persona, y protegerla además, contra los abusos que pudieran ejercer el Estado o cualquier tipo de fundamentalismo cultural, político o religioso.
Todo lo anterior se entiende bastante bien cuando soy yo el titular del derecho. Y para reivindicarlo, desearía que tuviera garantía jurídica a través de una ley. Pero aún cuando esto último no fuera posible, lo cierto es que la posibilidad de que yo pueda ejercer mi derecho implica el deber de los demás de respetarlo so pena de malvivir sometido a relaciones de abuso y explotación. Esto que es una verdad de Perogrullo que en la práctica crea conflictos.
Se acerca el día 18 de diciembre, Día Internacional del Migrante, y quiero hacer mención especial del artículo 13 de la Declaración que dice: "toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país". Se trata de un derecho que entendemos muy bien cuando somos nosotros, ciudadanos de un país económicamente desarrollado los que decidimos salir, pero ¿cómo actuamos cuando quienes migran son personas originarias de países más pobres? Es incoherente reconocer por una parte el derecho de cualquier persona a escoger un lugar para vivir y por otra, poner más y más trabas legales a este derecho. Nosotros, ciudadanos de a pie, ¿pedimos a nuestros políticos leyes que respeten más los derechos humanos? Pienso que cuestiones de humanidad tales como la acogida a personas extranjeras que vienen con la esperanza de ampliar sus libertades, deberían tener más debate en la sociedad antes de ser reguladas por ley. En definitiva, nuestra condición humana nos lleva a contemplar el mundo, y en la medida que vayamos descubriendo personas marginadas, queda de nuestra parte dejarnos interpelar por sus vidas y actuar en consecuencia, o apartar la mirada y defender nuestra situación de privilegio. De nosotros y nosotras depende.
Jon Sagastagoitia es jesuita y miembro de Alboan.
Link á noticia aquí
No hay comentarios:
Publicar un comentario